


Hoy voy a presentar dos discos que me han llegado al corazón estas Navidades.
Tengo la “mala” costumbre de que cuando las cosas no están saliendo como a mí me gustarían, entretengo mi tiempo cambiando los muebles de mi habitación de sitio o incluso pintando paredes de un nuevo color o añadiéndoles manchas de animalitos. Parece que haciendo eso es como que doy un giro a las cosas y por lo menos “pides” que las cosas cambien.
Durante el proceso de redecoración de estas Navidades he escuchados dos discos. Los guardaré con infinito cariño dentro de mí ya que me recordarán por siempre a estas Navidades tan extrañas.
2008 – Vicky Cristina Barcelona Soundtrack
El primero fue esta banda sonora original de la película de Woody Allen. Dado que yo recordaba sus imágenes, si pudiese darle un color a este disco sería el amarillo. La sensación de calor que dan esos sonidos tan españoles es incomparable. Además me parece un disco muy divertido y que abre una puerta muy amplia para empezar a escuchar a gente como Paco de Lucía. Es muy agradable de escuchar por ejemplo cuando estás haciendo las tareas domésticas. No cantas, pero casi.
2008 – Melissa Laveaux – “Camphor & Copper”
La muchacha es haitiano-canadiense y en este album nos canta en inglés y en francés. “Needle in the hay” es una canción dulce y misteriosa, con un estribillo muy pegadizo y la primera que disfruté. Me recuerda a discos como el que hizo Lou Rhodes (de la que ya hablaré un día), donde la base es la guitarra acústica y que parece que están grabados en la cabaña del bosque donde te tienes que buscar la vida para crear el resto de sonidos. La voz es un poco desgarrada; pero es perfecto para ponerlo de fondo en la típica reunión entre amigos. Además “My boat” constituye otra de las joyas a descubrir.
Ojalá estos discos puedan darle a alguien tanto calor, amor y esperanza como me han dado a mí estas Navidades. Han sido una forma muy dulce de empezar el año.
Lo mejor que pude hacer ayer fue ver “Armas de Mujer” (título original “Working girl”). Esta peli la vi en mi más tierna infancia, cuando teníamos Canal+ en la casa de la abuela y podíamos grabar películas con el vídeo.
En ella una Melanie Griffith subidita de peso (en relación a los figurines actuales de la gran pantalla) guapa, dulce y preciosa, ve como un día todo su futuro se desmorona. ¿Y qué hace? Pues arriesgar el todo por el todo.
La película se puede ver desde varios puntos de vista. Si pillas el mensaje de que uno en la vida debe de conseguir ser un tiburón de las finanzas, que eso de quedarte como secretaria, es lo peor de lo peor, la película no te gustará nada. Pero si en vez de verla con esos ojos, decides que lo que realmente te está contando es la historia de una chica que se ha sacado el título en la escuela nocturna, que vale mucho en su trabajo y que por el hecho de no haber estudiado en Harvard ya se le considera un ser inferior y que un día decide plantarse y “saltarse las reglas” para conseguir su objetivo profesional (aunque este sea convertirse en una tiburona), la película llega a gustarte bastante. Y si ya decides que lo que estás viendo es una película sobre una mujer que no se rinde ante nada, que aunque todo le sale mal, no para de luchar, se convierte en una de tus favoritas.
Completa el reparto principal un Harrison Ford muy bien elegido. Las partes cómicas de este personaje no tienen precio (“¿le apetece una última copa?”) Y si ya nos fijamos en la mala malísima Sigourney Weaver, haciendo de repija de la Quinta Avenida, que le va el papel como anillo al dedo; evidentemente puedes pasar un buen rato.
Pero, como pasa en estas películas, siempre hay un personaje que se le puede llegar a considerar “el diamante en bruto”. Es esa Cyn, la mejor amiga del personaje de Griffith, interpretada por Joan Cusack, la que llega hacer las delicias del espectador cuando aparece. Las sombras de ojos, el peinado ochentero y su “a veces, canto y bailo en ropa interior y eso no me convierte en Madonna. Jamás lo seré” hacen que cada vez que aparezca sepas que se avecina una escena memorable.
Y para terminar, siempre quedará esa canción “Let the river run” para escuchar en cualquier parte y que creo que nunca pasará de moda.
Y puedo entender que la gente al practicar Yoga necesite creer en algún Dios. No porque la gurú (de unos 40 y pico años, aspecto de lo más normal, más cerca de una madre que de una diosa de la flexibilidad) empiece a darte la charla de que con el yoga podemos llegar a estar más cerca de él (todo lo contrario); sino porque después de haber hecho 4 veces el saludo al Sol, estás más cerca de la muerte que de la vida y piensas que más vale que haya alguien esperándote en el otro lado y que pueda recogerte en brazos para cruzar las puertas del cielo, porque evidentemente tú, por tus propios medios, no vas a poder. Yo creo que hasta empecé a tener alucinaciones debido a lo oxigenado que llegas a tener el cuerpo con tanta respiración profunda.
Porque ante todo, en el yoga, lo que haces es respirar (y eso que, recordemos, yo me había dejado los pulmones en la puerta) Sin desvelar mucho el misterio diré que el yoga es un conjunto de posturas (o ansanas) que lo que hacen es estirar y desentumecer (si te dejas y haces caso a tu gurú cuando te dice “relaaaaaaaaax”) cada uno, repito… CADA UNO de los músculos de tu cuerpo.
Después de llevar en el cuerpo una clase de “medio pilates” y otra de flamenco (como era mi caso, de ahí que mis pulmones se negasen a una tercera sesión de ejercicio) y te dicen que hagas la asana del “zapatero o mariposa” y que deberías de tocar el suelo con la frente, te puedo asegurar que aunque no tengas nada de flexibilidad lo consigues, ya que tu cuerpo cae a plomo y te parece la postura más cómoda del mundo. ¡¡Pero si realmente no estás haciendo ningún esfuerzo!! Simplemente consiste en dejarte caer hacia adelante con las piernas ligeramente flexionadas.
Por último, desentumecida, estirada y muerta, llega el momento en el que te tapas con una manta (literal) y te acurrucas como un bebé. En ese momento comienza la meditación y relajación, donde debes de dejar tu mente en blanco. Yo, en vez de dejar mi mente al vacío, lo que hice fue suplicar porque mis pulmones siguiesen en su sitio y que nadie cogiese los míos por error a la salida. En cuanto a las piernas, ya era tarde, se habían desperdigado por la habitación o directamente, habían salido huyendo de la sala.
Pero bromas aparte, me gustó. Mi gurú (¡oh! ¡qué profesional queda!) no es una loca sectaria que quiere que empiece a creer en Dios, es una madre que lo que quiere es que te “aceptes a ti mismo y con tus limitaciones” y que cada movimiento que hagas en la vida sea “con mucho amoooooor, con mucho amoooooor”. Y por supuesto finalizó con La Palabra. Esa palabra mencionada tantas veces en los textos que hablan sobre el yoga. (Para los que lo estéis deseando durante la meditación sí que dijo lo del “ohmmmmm” pero no me refiero a ESA palabra) La Palabra…
Concretamente lo que dijo fue “y durante esta semana, vamos a ser felices. Vamos a dejar que la felicidad nos inunde, porque la felicidad es un sentimiento que se tiene si uno lo deja entrar”
No sé si desde ayer yo me noto más feliz pero lo que sí que me ha quedado claro es que estiramientos, bonitas palabras y un pintalabios de color nocilla-frambuesa son lo que el cuerpo necesita, al menos, para pasar un buen rato (y tener unas agujetas de morirse al día siguiente)
Sí... yo me uno... yo continuo. Yo recomiendo el yoga.